Diseñar para los ojos es diseñar para el cerebro, el órgano más complejo y el que rige todas nuestras actividades y nuestra conducta. El ojo y el cerebro hacen un todo.
Pero el diseño puede hacer también lo contrario: seducir en favor de las ideologías y los fundamentalismos; fomentar el consumismo salvaje y alienante; generar ruído y contaminar el entorno urbano; ser cómplice del desprecio de las identidades culturales y de la libertad individual y colectiva.
Es por esta ambivalencia del diseño como herramienta privilegiada de comunicación (para bien y para mal), que su ejercicio conlleva tantas implicaciones: económicas, políticas, técnicas, culturales, sociales y éticas. El grafismo está ligado a la industria y al comercio, y por tanto a la economía; a los medios audiovisuales, la cultura, y asimismo a la política; al marketing y al consumo; a la estética y la semiótica; a la ciencia de la comunicación y, por eso mismo, a las ciencias humanas y a las nuevas tecnologías.
Este es el campo de fuerzas en el que hoy se inscribe y se define el diseño gráfico, y lo que hace su especificidad y su especialización por comparación con las otras disciplinas del diseño. Si bien todos los productos y artefactos industriales y las realizaciones urbanísticas y arquitectónicas, pasan «en primer lugar» por los ojos, pues son objetos visibles en el entorno; y si están hechos para las funciones prácticas de la «acción» humana (operar, manipular, desplazarse, trabajar, etc.), no lo están en cambio para comunicar «información» y transmitir «conocimiento».
Pero la disyuntiva y la distinción crítica —¿y ética?— está en los extremos: entre el diseño como comunicación (dar a la gente la información necesaria en cualquier ámbito de la vida social) y el diseño de persuasión (que intenta convencer, seducir para que las personas compren cosas y voten a personas, o se adscriban a ideologías).
Bastantes voces se han alzado ya, junto con la nuestra que ha sido de las primeras, a propósito de esta disyuntiva esencial.1 «Se está gastando demasiada energía de diseño en la promoción de un consumo sin sentido, y poca energía en ayudar a las personas a comprender un mundo cada vez más complejo y frágil».2 Ken Garland ya había escrito que «Hay ocupaciones más merecedoras de nuestras habilidades para resolver problemas. Una serie de crisis medioambientales, sociales y culturales sin precedentes requieren nuestra atención. Existen cantidad de intervenciones culturales, campañas de marketing social, libros, revistas, exhibiciones, herramientas educacionales, programas de televisión, películas, causas benéficas y otros proyectos de diseño de información que necesitan urgentemente nuestra experiencia y ayuda».
En tanto que el cometido del diseño gráfico es la «comunicación», la disciplina cuenta para ello con un «lenguaje» propio. Es el lenguaje básico de la imagen y el texto, o lo que hemos llamado lenguaje «bimedia» (icónico y tipográfico), que organiza la colaboración expresiva de las imágenes y los textos. Este lenguaje esencial de la gráfica ha dado lugar a desarrollos y ramificaciones técnicas, como los lenguajes del color, los signos funcionales, los símbolos de las ciencias y las técnicas, los grafos —que constituyen el lenguaje de los esquemas— y la digitalización. Son nuevos elementos —unos conceptuales y otros técnicos— que no se clasifican dentro del dualismo fundamental imagen-texto, porque no son lo uno ni lo otro. Y vienen a completar y ampliar así el repertorio de los recursos comunicacionales del diseñador gráfico contemporáneo.
- Véase: J. Costa, Manifiesto por el Diseño del siglo XXI, revista D-X, nº 4, octubre 1998, México.
- Rick Paynor, editor@adbusters.org
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