Grizzly Man, documental demoledor de Werner Herzog


“Moriré por estos animales. Moriré por estos animales. Moriré por estos animales…”

- Timothy Treadwell

Existen documentales que consiguen mucho más que, simplemente, “documentar” algo, y demuestran hasta qué punto el documental es una de las expresiones artísticas más importantes de nuestros días. Y aún más, porque hay documentales que reniegan de plano de lo que se puede esperar de ellos, y se convierten en una pieza íntimamente subversiva, revitalizadora, que destruye cualquier filtro ético y narrativo preexistente, y hacen añicos la estructura secuencial, alcanzando algo mucho más resbaladizo y valioso, mucho más inasible, que se asemeja mucho a lo que debe ser una verdad.

El más sorprendente trabajo de no ficción del célebre director alemán Werner Herzog, ‘Grizzly Man’, pertenece a esta estirpe inigualable, pues es un recio y vigoroso relato sobre una personalidad muy compleja y muy oscura, un hombre al mismo tiempo luminoso y extraviado, sabio e insensato, bondadoso y egocéntrico, un ser de una fuerza sorprendente y de una fragilidad y un lado conmovedor que desarman y dejan estupefacto al espectador que, asombrado, asiste a la improbable, dolorosa, violenta fusión del hombre con la naturaleza, un sueño que muchos soñamos en soledad, adivinando lo utópico que es en verdad.

Timothy Treadwell (nacido Timothy Dexter) vivió los veranos de sus últimos 13 años (de los 46 que vivió) entre los osos grizzly del Parque Natural de Katmai, en Alaska. Antes de eso, había nacido y vivido en Long Island, y había demostrado ser un buen deportista y un buen estudiante. Sin embargo, un extraño vacío vital le había lanzado a las drogas y a malas compañías, y a punto estuvo de sufrir, según sus propias palabras en el documental, una sobredosis cuya recuperación total se debió a conocer a los osos. Cambiando radicalmente su vida, vivió trece veranos en Alaska y grabó más de cien horas de vídeos que esperaba convertir en el más extenso y mejor detallado documental sobre osos y vida salvaje que jamás nadie hubiera elaborado.

El asombro de la naturaleza

En los primeros minutos de la película, además de asistir al primer material que Treadwell dejó sobre los osos y su interactuación con ellos (un material ya asombroso, pero no tanto como el que está por venir), Herzog se encarga de dejarnos bien claro de que, por lo menos, Treadwell tenía un don especial y muy difícil de encontrar, un don con los animales y la naturaleza, consistente en una misteriosa comprensión de sus resortes y sus mecanismos más ocultos y secretos para la mayoría de los humanos. Sin embargo, es mérito de Herzog no quedarse simplemente ahí, y de dar la sensación de que la razón fundamental para él, de hacer este largometraje, son las ulteriores, las aristas inconsistentes de la personalidad de Treadwell.

Poco a poco, sin prisas, tomando al espectador como un ser paciente e inteligente, Herzog va escarbando en el pasado remoto, en las razones ignotas y en los rasgos de personalidad de un hombre en apariencia cabal y sin falla alguna, y comienza a edificar certezas, y a desmoronar lugares comunes, y a dibujar la atormentada vida de un solitario incurable, de un hombre antisistema enfrentado a la sociedad, al hombre y a la vida. Es decir, que por muy fascinante (que lo es) que sea su relación con la naturaleza, mucho más lo es aún su relación consigo mismo, con su propia naturaleza.

Porque de las cien horas de grabaciones de Treadwell, lo más apasionante para Herzog es su carácter confesional, su indagación en ese terreno que muchos hombres creen recorrer y que pocos tienen el coraje siquiera de pisar de puntillas: conocerse a sí mismos. Pero hay más, mucho más. Porque por muy grande que sea la insensatez de Treadwell, viviendo en una zona tan peligrosa, rodeado de lobos y osos, es una figura romántica, un hombre fundido con la inmensidad indiferente y bestial de la naturaleza, y hermanado así con el autodestructivo Alexander Supertramp o con el anarquista místico Henry David Thoreau.

Es decir, compartía con uno su locura por lo salvaje, y con otro su conocimiento del medio natural. Pone los pelos de punta observar a Treadwell acercarse y tocar el hocico de un oso salvaje, o alejar a otro por medio de órdenes verbales. No es cuestión de azar, vivió allí trece años sin problemas con los osos. Pero para material precioso, irrepetible, ese momento que el mismo Herzog no se priva de tildar de sublime e inalcanzable para la mayoría de cineastas, y es cuando los zorros (si algún lector ha visto uno, sabrá de lo extrañísimo de que esto ocurra) se acercan a Treadwell cuando este se acerca a su vez a un enorme oso, o cuando caminan por encima de su tienda. Para él, encontró los primeros amigos de su vida allí en las planicies heladas de Alaska.

Documental conmocionador, definitivo, arrasador, que deja al espectador exhausto y en soledad respecto a su relación con la naturaleza. El descreimiento de Herzog puede ser verdadero o elaborado, pero en cualquier caso ayuda a que cada uno se forme su propia opinión sobre unas imágenes alucinantes, vivificadoras, dolorosas, que nos devuelven al asiento al que pertenecemos en el espectáculo de la naturaleza: no muy lejos de los gusanos.


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