The American Friend de Win Wenders


SINOPSIS ARGUMENTAL.-
Jonathan Zimmermann es un restaurador de arte que se dedica a la fabricación de marcos en su pequeño taller junto al puerto de Hamburgo. Casado y con un hijo pequeño, sufre una grave afección hematológica en fase terminal, lo cual le hace padecer una profunda amargura existencial, presa de la angustia del que siente la presencia de la muerte como una posibilidad cercana. Un día aparece, de forma inesperada, un misterioso personaje, R. Milaud, que, sabedor de sus circunstancias, le hace una proposición sorprendente: le ofrece doscientos cincuenta mil marcos –una suma con la que asegurar el futuro económico de sus seres queridos- por acabar con la vida de dos personas, a las que no conoce, y para lo cual habrá de trasladarse a París. Inicialmente reticente, poco a poco se irá convenciendo a sí mismo de las ventajas de la propuesta, y terminará aceptando el encargo, en cuya ejecución, que topará con ciertos imprevistos, contará con la inestimable colaboración de Tom Ripley, un “amigo americano” que aparece en el momento más complicado para ayudarle a superar esas dificultades “operativas”...

RESEÑA CRÍTICA.-
Pocos años antes de que Wim Wenders nos ofreciera la que, sin duda alguna, es su mejor película, Paris Texas (una oda desoladora a la soledad y la desesperanza de una fuerza lírica avasalladora: auténtica obra maestra), este director alemán llevaba a la pantalla una adaptación de la novela de Patricia Highsmith del mismo título, una más de la serie de relatos que contaba con Ripley como personaje central. Y, aunque lejos tanto en temática como en calidades de la película antes mencionada, El amigo americano ya ofrecía bastantes de las claves definitorias y más características del cine de su autor.

La incorporación del paisaje urbano como un elemento clave e la construcción fílmica. En este caso, no es el Berlín al que tantas y tan bellas imágenes ha dedicado en películas posteriores, sino que son Hamburgo y París las ciudades que aparecen profusamente retratadas, hsta el punto de llegar a convertirse casi en dos personajes más del relato. Fotografiadas en grandes (y grandiosos) planos generales, con movimientos de cámara bien acompasados y siempre bañadas por una luz mortecina, la de un sol tibio y poco consistente, se convierten en el escenario ideal para dar a la narración su torno sentimental más adecuado, el de un cierto poso de tristeza y desencanto.

Como contraste a lo anterior, el importante papel que juegan los espacios interiores, con una decoración muy del gusto del momento (el look setentero es, prácticamente, de manual de interiorismo) y con una presencia muy determinante en la generación de un clima ambiental muy particular: frialdad, desarraigo, impersonalidad, son ideas que nos golpean a la vista de esos entornos en que los personajes deambulan, con sus neuras y sus pesares.
Y un aspecto básico, una componente que sobrevuela sobre la trama del film y condiciona todo su desarrollo: la soledad, algo intangible e inasible que atrapa a todos los personajes, en cualquier situación y contexto, ya estén solos o acompañados, pensando o actuando. Una soledad radical, que lo tiñe todo y que dota a la película de un inconfundible sello de autor, más allá de las circunstancias de la historia (que, al fin y al cabo, no deja de ser, en su esencia, un policiaco convencional, aunque su escenario europeo y su iluminación turbia le doten de un cierto punto de “exotismo”).

Es la soledad atormentada de Zimmermann, enfermo terminal y desesperado, al que Bruno Ganz, su intérprete (actor serio y solvente donde los haya), encarna con precisión y un punto de desazón perfectamente medida, que le hace rayar a gran altura. Es la soledad desesperanzada de su esposa, Marianne (la actriz Lisa Kreuzer hace un magnífico trabajo, en un papel secundario pero de enorme peso –o contrapeso, para ser más precisos-). Y es la soledad esencial de Ripley (un Ripley, por cierto, muy lejano de otras encarnaciones, tanto anteriores –Delon- como posteriores –Damon-), un “outsider” sin pasado ni futuro, y casi sin presente, ese “amigo americano” que aparece inopinadamente y que, con el rostro y las poses de un Dennis Hopper convertido por aquel entonces –por obra y gracia de ese mito motero que fue Easy Rider- en símbolo de rebeldía y anti-star system, se pasea por la historia como el alma en pena que encierra y condensa todas las soledades.





Película compacta, densa (casi espesa, si nos atenemos a su textura tanto dramática como visual), El amigo americano es una buena muestra de cine de autor (de un buen autor, por cierto) y de cine europeo que explora sus propios caminos, sus propias formas, aun cuando lo haga aprovechando materiales temáticos tan caros al cine U.S.A. “de toda la vida”. Al fin y a la postre, buen cine, que es lo que cuenta.

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